Qué agradable es corregir, ser dueño de la legalidad, administrarla de modo subjetivo, sin otro freno que el propio, sin dolor ni remordimientos nocturnos.
Qué necio es sentenciar, ser escuchado y no escuchar, no ceder y obligar a los demás a cumplir nuestra voluntad, nuestro criterio.
Qué ruin es hablar, y hablar con la pitanza en la mesa, con sábanas inmaculadas sobre casa propia, y hablar del vecino malvado, y hablar del desgraciado, y congraciarse con el mundo con palabras vanas.
Qué mordaz es expresar como propio lo ajeno, apropiarse de lo extranjero y amasarlo como autóctono, a sabiendas de la mentira y adhiriendo tiritas, recogiendo el regocijo de los ciegos.
Palabras, demasiadas palabras.
Y nos sentencian porque lo permitimos, porque no tenemos otro remedio, porque desde el cielo todo lo ven minúsculo. Somos como enanos de jardín, sin vida propia, útiles hasta que nos rompemos. Y lloramos, pensando que alguien nos escuchará, nos ayudará, nos guiará, nos salvará. Y nos equivocamos. Una y otra vez. Constantemente. Y no rectificamos.
Nos engañan. Y no son los gestos, ni los hechos, ni las verdades, ni las mentiras.
Son las palabras.
Grandes y ciertas palabras.
ResponderEliminarLas palabras son sólo eso, palabras. Es su significado el que da nos la vida o nos la quita. Por eso, casi siempre, maldigo las palabras.
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